El Tremebunda descansaba tranquilamente en las transparentes aguas del Carlise Bay. La nave se sentía segura y a gusto amarrada a la boya que nos había facilitado el amigo Roger. Al levantarnos vimos como el turismo comenzaba a impactar en la vida de la isla. Había gente en la playa y Roger iba y venia con su Jet Ski preparando la lancha para sacar a bucera turistas. Era sin duda una vida placentera la que uno suponía observándolo todo con ojos de forastero recién arribado. Sin querer habíamos parado en un calmo paraíso para el descanso. Los turistas pagaban miles de su bolsillo para llegar hasta la playa que teníamos en frente y si no fuera por el motor que no andaba podríamos habernos considerado los marinos mas suertudos del planeta.
El plan era bajar a tierra para buscar el service autorizado de Volvo para que enviaran a sus técnicos a reparar el modelo 2003 Turbo con el que veníamos luchando desde Buenos Aires. El motor ya tenia casi dieciocho años de uso, pero sin dudas las horas infinitas que le habíamos hecho desde nuestra partida habían terminado de agotar la poca vida útil que le quedaba. No sabíamos porque no arrancaba, pero teníamos la esperanza de que algún experto de Barbados nos pudiera reparar el motor.
Fuimos hasta un barrio de Barbados que se llama St. Michael. Allí se observaba otra vida distinta a la de la costa. Allí se trabajaba y se sudaba bastante. No había tragos de sabor frutal con sombrillitas asomando. Los engranajes de la isla estaban aquí en el interior, a unas pocas millas de las costas que todos los turistas venían a visitar.
Al llegar al lugar que nos había indicado Lastiri sentimos la inmediata satisfacción de ver el logo de nuestra marca de motor en la ventana de afuera. Era algo. Entramos y vimos todo tipo de maquinaria industrial, mangueras, repuestos y demás. En breve nos atendió un empleado bien amable que tras escuchar nuestro caso nos dijo que sin duda deberían ir a revisarlo. Le explicamos que no teníamos teléfono y que si nos decían cuando vendrían los esperaríamos el muelle del Boatyard. Quedamos en que irían al día siguiente por la mañana. No era una hora especifica pero al menos era una guía. Teníamos experiencia esperando a mecánicos desde nuestra parada en Florianópolis y esperábamos que la gente de Barbados conservara algo de la afamada puntualidad inglesa. No fuimos confiando que al día siguiente nuestro problema hallaría solución.
Nos tomamos un bus de regreso al centro. Allí aprovechamos a observar un poco el mercado de frutos, verduras y pescados que se hallaba en torno a los puentecitos que se encontraban cerca del National Heroes Square. Lo que mas nos sorprendió ( y aquí utilizo de prestado la memoria de Edu que así me pone en un email de hoy ) los gigantescos peces voladores que se ofrecían. Eran el doble de grandes que aquel inmenso que mi hermano había fritado durante la ruta entre Brasil y el Caribe. Al menos median unos veinte centímetros y por lo que pudimos averiguar, los locales los comen fritos tal como se habían preparado a bordo de la Treme unos días antes. Mas adelante nos dimos cuenta de que el pez volador es el “pez nacional” ya que se encuentra en todas las monedas.
La esperanza de poder retomar el viaje pronto se había reavivado. No seria simple reparar el motor pero teníamos fe y la fe mueve montañas ( y barcos ).
De regreso en la Treme la cocina volvió a mis manos y tanto Edu como yo comenzamos a extrañar a Iñaki en su inagotable tarea de cocinero de a bordo. Por la tarde saque la acústica que venia almacenada debajo de alguna cama. Era mejor esperar tocando guitarra que pensando en la infinidad de soluciones a los pocos problemas que teníamos.
Escuchamos la ronda de navegantes de Rafael y notamos que Gaspar, el navegante español solitario, estaba ya cerca de Barbados. Cuando termino la ronda lo volvimos a contactar para decirle que se fondeara cerca nuestro y así compartíamos alguna cerveza en el Boatyard. Según nos anticipo, de seguro llegaría en un par de días. Le deseamos lo mejor y nos despedimos hasta pronto. Por la noche tras la cena, me fui a caminar por la arena blanca. La música ya sonaba en el Boatyard y me acerque para ver que sucedía. No había mucha gente, pero los que estaban se la pasaban bien. Era agradable saber que el espíritu positivo de la isla podía mejorar nuestro animo a pesar de no tener resuelto nuestro problema técnico. Barbados nos había abierto sus brazos y nosotros no dejábamos de sentir el calor de ese abrazo caribeño que tanto necesitábamos.