Navegar durante tantos días sin ver tierra lo cambia a uno. La rutina sobrepasa a lo rutinario. El enfoque va cambiando y uno empieza a contemplar que cosas son las que a uno le parecen verdaderamente importantes.
Estando en medio del agua agitada por el viento uno se da cuenta que llegar es importante, pero también reconoce que no se puede llegar sin transitar la ruta. Una ruta nueva y no planeada, que siempre difiere de la ruta en el papel ( o en la pantalla ). No hay forma de adquirir lo que se aprende con la experiencia y el viaje fue primordialmente eso: experiencia. Hoy me acuerdo muchas veces de las millas recorridas, no tanto porque recuerde cada ola o cada encuentro con un ser entrañable, sino porque recuerdo la sensación de recorrer el camino como una necesidad de dar arribo a un puerto incierto que me esperaba en donde hoy vivo.
Iñaki se levanto con la espalda un poco dolorida. Todavía le quedaba hacer experiencia para acostumbrarse al dormir a bordo. Lo primero que hizo fue preguntar por el pájaro negro, que se había retirado sin llegar a ser bautizado. La chubasquera fue rebautizada como el “gaviopuerto”, nombre que nos pareció simpático para el momento. Con esas pequeñeces del lenguaje y del cosmos nos entreteníamos todo el día. Era ver la posición, estimar cuanto habíamos avanzado, hablar sobre cuestiones sobre las que no he vuelto a hablar con nadie y de vuelta fijarnos cuanto faltaba, como un chico al que lo llevan en auto hasta la casa de un tío que vive lejos.
El café con leche ( y sin azúcar ) se acompaño de galletitas “María” que mi hermano había traído en la maleta. Este opíparo desayuno nos debía durar hasta la tarde. Las velas estaban todas arriba dado que el viento no pasaba de los quince nudos.
Poco después de las dos y media la calma de la rutina del mar debió agotarse. Intentamos darle arranque al Volvo varias veces sin éxito. Hubo que apelar al truco de la descompresión, que es un truco que quien haya tenido un Volvo y problemas con las baterías, sabe practicar como ultimo recurso. La idea es que uno deja girar al motor libre y cuando baja una palanquita ( que era verde en nuestro motor ) va sumando uno a uno los pistones hasta que el motor ( con suerte ) arranca. La suerte la tuvimos y arranco, pero nos quedamos preocupados por la dificultad que este arranque había significado. Decidimos dejar el motor encendió por un par de horas para cargar cada batería al cien por ciento. De seguro esto nos ayudaría mas adelante en el próximo intento de arranque. Mientras íbamos a motor y a vela nos visitaron los primeros delfines de la travesía. Llegaron desde estribor a jugar con nuestra proa. Fueron solo unos segundo los que duro la visita pero los tres pudimos ver en su salto el resto de un juego infantil que tenia mucho de la seriedad que se requiere para sobrevivir en el mar. El salto del delfín es la descarga para entender que no hay que tomarse todo tan en serio, que el mar es suficientemente difícil como para desaprovechar la oportunidad de ir a saltar en la proa de un velero al solo verán una vez pasar por allí.
Durante la hora de la radio escuchamos un rato el pronostico que Rafael le dictaba a distantes navegantes que encontraban, en general, condiciones mas adversas que las nuestras. A las ocho y media nos contacto Julio de Campana ( que en la radio se hacia llamar July Golf, tal como hacen los radioaficionados) y decidimos encender el motor nuevamente para no consumir las baterías que habíamos recargado tan bien a la tarde. Tal como le había dicho el albañil brasilero al amigo Lastiri en los ochenta, infelizmente no dio. El motor no quiso arrancar y debimos comenzar la charla con Campana que nos haría el puente con mis padres. Mi padre nos dijo que tenia en mente unirse al Tremebunda en su etapa final y que le parecía adecuado encontrarnos en Puerto Plata. Para nosotros todavía faltaba mucho para Puerto Plata, pero nosotros estábamos viviendo en el calendario marino y mi padre en el calendario que todos los días se usa en las oficinas. Le dijimos que si, que Puerto Plata estaba bien y que a fin de Marzo deberíamos estar allá de seguro.
Luego Edu pudo saludar a sus padres que se habrán quedado mas tranquilos tras su charla con “el nene”. La gastronomía definitivamente estaba desmejorando considerablemente y no era por falta de ganas del chef oficial ( mi hermano ) sino mas bien por una falta de recursos alimenticios. Realmente no habíamos calculado tan bien la variedad de comidas, pero igual no íbamos a morirnos de hambre. El menú que nos tocaba era ( otra vez ) arroz con atún enlatado. Me acorde de la infinidad de veces que habría comido arroz en mi departamento de estudiante en Vicente López. Además me acorde de mis charlas con mi amigo Esteban con el que cotejábamos la infinidad de variantes en las que se podía preparar el arroz. El era de la opinión ( no se si aun la mantiene ) de que si le tocara elegir una comida para cocinar por el resto de sus días, sin duda elegía el arroz. Yo tenia, y aun tengo mis dudas al respecto, pero de todos modos sigo pensando que el arroz sea tal vez la comida mas noble que haya, y la que mejor se cocinar.
Antes de acostarnos nuestra testarudez nos pidió que volviéramos a intentar encender el Volvo, pero solo nos dimos cuenta de que el motor no iba a arrancar. Lo dejaríamos descansar, como si se tratara de un niño enfermo, con la esperanza de que al día siguiente se sintiera mejor y diera arranque. Pero aun en nuestra cuasi infantil ilusión nos dábamos cuenta de que eso no iba a suceder.
La incertidumbre no era si íbamos a llegar, sino como y cuando. Cual ruta nos quedaba recorrer, cual problema solucionar y cual pensamiento masticar en la soledad de la guardia de la madrugada.