Había llegado el día de la despedida. Eduardo se volvía a Buenos Aires en avión desde la Republica Dominicana. El plan original era que me acompañara hasta Miami, pero un oficial de inmigración de la embajada americana en nuestra ciudad natal no había entendido nuestro plan. Solo queríamos compartir la travesía entera. Por motivos distintos ambos queríamos hacer el trayecto entero, pero Eduardo se volvía y hasta aquí había estado bien. Ahora me tocaba asumir la capitanía completa de la nave.
El día anterior, tras el dramático arribo al pueblo, me había reencontrado con mi padre. Atrás habían quedado los recuerdos de su operación doble. Ahora era el momento de reencontrarnos en el agua, el liquido que nos había unido alguna vez, retomaba su función regeneradora. Atrás quedaba la distancia que nos había separado durante la ultima década. En adelante la nueva relación, de un padre con su hijo que en ese viaje se estaba al fin, convirtiendo en hombre. Atrás Buenos Aires. Adelante Miami.
La entrada a Dominicana había sido precaria por la condición del barco y la falta de motor. Nos habíamos fondeado cerca de un barco blanco enorme que resulto ser un barco hospital de unos cristianos misioneros a los que conoceríamos esa misma tarde. Al regresar del guarda costa ambos notamos que el barco ya no estaba junto al buque hospital. La tormenta se lo estaba llevando para las piedras y si nos hubiéramos demorado mas el chiste hubiera terminado en tragedia. Unos minutos mas tarde le pedimos remolque a una lancha para que nos arrimara al muelle donde dos horas mas tarde aparecería mi papa y mi amigo Max.
Esa noche celebramos con una merecida cena típica y muchas Presidente. Se celebraba el arribo, el reencuentro de dos amigos y la despedida de dos compañeros que quedarían unidos por siempre en el recuerdo de las miles de millas recorridas desde la escollera del Club Barrancas.
Al mediodía siguiente Eduardo partía hacia Buenos Aires, vía Miami. Lo fuimos a despedir hasta la entrada del puerto donde se tomo un taxi hacia el aeropuerto. No se cayeron lagrimas, pero cuando lo vi partir me dio una cierta incertidumbre en como transcurrirían las millas que nos restaban recorrer con Max y con mi padre.
Acto seguido nos dedicamos a buscar mecánico para ver si era cierto que la maña dominicana era mayor que la de los mecánicos zulú de Barbados. Todos en el puerto nos recomendaban a Alberto. Ese nombre no me lo voy a olvidar.
Como a la hora nos golpearon el casco y un morochito bastante joven se presento como el mecánico. Estaba de jean y remera, porque ya se iba para la casa. Pero un buen mecánico no puede dejar un motor sin andar. Al menos Alberto no podía. Con eficaz velocidad desarmo el motor e hizo sus propias pruebas. El jean y la camisa ya no estaban limpias. La verdad es que no se que trucos hizo, pero en menos de una hora tenia el Volvo andando. Yo no lo podía creer. El motor había resucitado.
De todos modos Alberto nos dijo que el motor no tenia buena compresión y que lo adecuado seria en Miami desarmarlo y darle una rectificada. Tenia demasiadas horas encima. Le pagamos sus servicios y le dimos una merecida propina. Antes de que se baje del barco Max le pregunto a donde podíamos ir a celebrar la resurrección del motor esa noche. Alberto no dudo: La Palmera.
La felicidad era plena. El motor seguía recargando las baterías y yo tenia la certeza de que al día siguiente podríamos salir si la tormenta calmaba como estaba pronosticado. Mientras el motor cargaba fuimos a caminar por el puerto y nos encontramos frente al buque hospital. Un grupo de jóvenes nos sonrió y en correcto ingles americano nos invito a subir. Como no teníamos nada que hacer aceptamos. Siempre es interesante conocer los intestinos de un barco gigante.
Nos contaron que eran jóvenes misioneros que navegaban por el caribe dando tratamientos médicos a la gente necesitada. Esto sin duda nos cayo bien, a pesar de que hablaran de Jesús y del señor cada quince palabras.
A mi papa lo agarro un misionero adulto y a Max y a mi nos dejaron con la juventud. Vi la cara de incomodidad de mi papa cuando el misionero le empezó a preguntar sobre sus creencias y pregonar la palabra del señor. Nos excusamos de los misioneros agradeciéndoles su invitación y su labor humanitaria, porque no.
El motor seguía rugiendo a dos mil vueltas y calculamos que había sido suficiente. Solo por tentar el destino apagamos el Volvo. A los dos minutos decidí volver a encenderlo para ver si debía insultar a la familia de Alberto o no. No tuve que insultar a nadie. El Volvo volvió a encender sin problemas.
Tras la cena a bordo, la prometida salida se hizo necesaria. Mi papa se quedo descansando a bordo y los muchachos salimos de joda. Paramos el primer taxi que encontramos para que nos llevara. Nos dijo que quedaba en las afueras y nosotros le dimos el OK. La ciudad fue mutando hasta desaparecer. Estábamos en la ruta y el viaje se me hacia mas largo de lo que esperaba.
De repente el taxi se detuvo en medio de la ruta y vimos el establecimiento que nos había recomendado Alberto. Era un Nite Club de ruta, pero algo de bueno debería tener. Por empezar la cerveza la vendían de a litro y la mayoría de los presentes era del genero femenino. En seguida notamos que las meseras eran cariñosas por demás, pero no nos distrajimos demasiado. Pedimos una segunda Presidente de litro y disfrutamos de nuestra salida. A Max no lo veía desde mi visita anterior a Miami un año y medio antes.
Comenzamos a notar que algunas de las chicas se retiraban con señores en sus carros. También notamos que casi no quedaban hombres y una de las cariñosas meseras nos vino a preguntar si queríamos otra ya que estaban por cerrar. Le pedimos otra nomas. Ni bien nos la trajeron pagamos y las luces se encendieron como en un boliche que cierra. Seria la medianoche, la hora de cierre de los Nite Clubs de ruta en Dominicana, se ve. Quedaban siete chicas, de las cuales tres eran meseras y tres tipos. Uno era el dueño y los otros dos los de la cocina y el bar. Nos miraban todos con cara de que querían irse. No les íbamos a dejar la cerveza, pero si podíamos apurar el trago. Agradecimos la espera con un gesto y salimos al estacionamiento para ver como volvíamos. Cuando nos dimos vuelta, los dos empleados nos pasaron en un ciclomotor y vimos como las siete chicas se metían en el auto del dueño. Los paramos cuando iban de salida, pero no nos hicieron caso. La Palmera ya había cerrado.
Calculo que estaríamos a unos diez kilómetros de Puerto Plata, pero la verdad es que parecía que estábamos en medio de la selva. La ruta se veía desierta y ambos comenzamos a caminar hacia la ciudad. No podíamos creer lo que nos estaba pasando. De pronto en el oscuridad de la ruta vimos una lucecita que venia desde atrás. Nos plantamos en medio de la ruta decididos a parar a quien sea. Era un moto taxi. Celebramos su parada como si se tratara de la victoria en un campeonato mundial. Fuimos los tres abrazados en ciclomotor como si nos conociéramos de toda la vida.
Al llegar al Puerto le pedimos al moto taxista que nos indicara donde mas podíamos ir para seguir bebiendo y no dio a entender que nos daríamos cuenta solos. Habíamos regresado a Puerto Plata y eso era lo importante.