Nos había costado gran parte de la noche salir del canal de la Mona. Al amanecer no veíamos la costa, pero sabíamos que Puerto Rico estaba a nuestra popa. La brisa era muy suave del noreste y avanzábamos lento en las aguas de Atlántico norte.
Era un día brumoso y esperábamos que la intensidad del viento levantara un poco para recorrer las doscientas millas que nos quedaban para llegar a Dominicana. Si el viento no mejoraba seria difícil llegar antes del día dos, que era el día en que arribaba mi padre a la tierra de los peloteros. De todos modos esta presión no podía cambiar en nada nuestra velocidad. Desde que habíamos tomado la decisión de ir a vela, sabíamos que no teníamos otra alternativa que rezar por buenos vientos. Sin ellos no avanzaríamos al destino. Hasta ahora habíamos avanzado bien y a pesar del poco viento la Tremebunda aun se movía en rumbo noreste.
Seguíamos estando en un pasaje de amplio transito de buques y calculo que en este día vimos al menos cinco o seis que iban o venían de los Estados.
Pasado el medio día, el cielo se cubrió completamente y comenzamos a notar que el clima iba desmejorando. En el ambiente podía sentirse que algo estaba viniendo hacia nosotros, pero aun no sabíamos que seria. Por la apariencia meteorológica, parecía ser una baja presión que se aproximaba. No era simple lluvia, seria algo mas. Prendimos el VHF para escuchar los pronósticos locales. Quedamos a la escucha.
Durante nuestra espera del pronostico, el viento mermo a cero. La Tremebunda flotaba sin moverse un centímetro. El bamboleo de las botavaras a causa de la marejada que había quedado revolviendo las aguas era desesperante. Las velas golpeaban de un lado al otro y cada vez que miraba hacia al agua me sorprendía descubrir la quietud a nuestro alrededor. A pesar de estar quietos sobre la superficie, nuestro GPS nos indicaba que la corriente nos empujaba a una milla y media por hora hacia el destino. Menos mal que la corriente era a favor y no en contra o de lo contrario hubiéramos estado por primera vez retrocediendo.
Decidimos bajar ambas mayores para no tener que tolerar el estrepitoso ruido de las botavaras golpeándose en cada ola que nos pasaba por abajo. Por suerte estábamos bien lejos de la costa y podíamos quedar flotando con tranquilidad. Una vez que ambas mayores estuvieron abajo y el geneoa se encontrara guardado, nos dedicamos a cocinar algo rico como para mejorara nuestro animo. Creo que tomamos una sopa instantánea y comimos luego una pasta con salsa roja. Un lujo para el altamar.
Hacia el fin de la tarde escuchamos el pronostico brindado por el guarda costa de Dominicana. El parte no era muy auspicioso. Las condiciones comenzarían a deteriorase al día siguiente. Recomendaban a todas las embarcaciones llegar a puerto cuanto antes dado que no seria seguro estar en el mar al día siguiente. En todas las zonas costeras se esperaba condiciones de tormenta tropical en las próximas veinticuatro horas. Los vientos podrían alcanzar las cincuenta millas de viento y las olas superarían los diez metros de altura. Además alertaban a la población sobre posibles inundaciones y cuestiones de tierra que no nos preocupaban.
Así que con cara de resignación, encogimos nuestros hombros y nos preparamos mentalmente para el cachetazo fuerte que la meteorología iba a pegarnos. Era muy desesperante saber que estábamos flotando tan cerca de nuestro destino sin poder hacer nada para avanzar y acortar las millas. Si hubiéramos tenido motor, el avance con las cuatro palas de la hélice nos hubiera puesto a pocas millas de Puerto Plata para cuando ingresara la tormenta ingresara desde el norte. Pero no podíamos lamentarnos por la decisión que habíamos tomado en Barbados. Al tomarla sabíamos que era una decisión de paracaidista. Nos habíamos tirado al caribe y ahora nos tocaba ponerle el pecho a la tormenta que nos tomaría el examen final para graduarnos.
Cayo la noche en total silencio. No hablábamos mucho, lo cual indicaba la frustración y la resignación de ambos. No era la culpa de nadie. Era el destino el que nos había tirado este tormenton en frente. La calma, desesperante como era, constituía al mismo tiempo un examen adicional para probar que éramos al fin y al cabo navegantes de en serio.
Avisamos por radio que estábamos preparándonos para el mal tiempo. Teníamos los recursos, la experiencia y la confianza en el barco como para hacerle frente a lo que viniera. Durante esa noche, mientras la corriente nos empujaba hacia la Florida, me acorde de las tantas tormentas que había sobrevivido la Tremebunda. Desde aquel accidentado viaje inaugural en el que curiosamente también había estado presente Eduardo, hasta el segundo viaje a Mar del Plata, con esas olas del Atlántico sur tan jodidas. El barco estaba hecho para resistir y nosotros estábamos resistiendo para ser.
DIA 86: Millas recorridas 105 – Velocidad promedio 4.36 nudos