Dia 87: La tormenta

Durante la noche permanecimos inmóviles en un charco revuelto oscuro. El agua presentía la cercanía de la tormenta. Un ambiente eléctrico y desesperante en que aguardábamos el incierto golpe de la tormenta. Mientras flotábamos, las luces de la costa Dominicana nos daban una idea de la distancia que manteníamos con la isla de Hispaniola. Esa distancia seria clave durante el día que nos aguardaba. Nuestro principal predador era la tierra firme. La tierra que nos había visto nacer y sobre la cual habíamos aprendido a construir barcos y tomar cursos de navegación era la misma que representaba el peligro mas inminente para una nave sin motor en el crucero con mal tiempo.

Habíamos subido las velas antes de que Eduardo se fuera a dormir por si el viento remontaba durante mi guardia, pero el viento nunca repunto. El ruido de las mayores que se bamboleaban de un lado al otro era desesperante. Me puse el walkman para tratar de escuchar alguna radio local y distraerme, pero a cada rato estaban alertando a la población sobre la tormenta que se avecinaba. En la noche pude divisar infinidad de pesqueros que regresaban a puerto para no pasar arriesgar su existencia en el mar. El Tremebunda, con una actitud que oscilaba entre lo valiente y lo resignado aguardaba flotando la llegada de los vientos. Se suponía que recién al medio día estaría alcanzándonos el frente. Por ahora la corriente era lo único que nos transportaba.

Antes del amanecer una brisa del norte comenzó a inflar las velas ya agotadas de tanto ir y venir. Cuando pude ver que el barco volvía a avanzar me fui a tirar en la litera mientras Eduardo se hacia unos mates. Trate de dormir lo mas posible, pero no fue mucho. A media mañana la ansiedad me toco el hombro para que retornara a la preocupación inútil por la tormenta que no podríamos evitar. Al mediodía salió el sol y el viento repunto un poco. Calculo que soplaba unos veinte nudos. Ambos pensamos, este frente no es tan bravo.

Dos horas mas tarde nos dimos cuenta de que el mediodía había sido una caricia de despida del confort de la navegación en el caribe. Estábamos en el Atlántico y el frente estaba sobre nuestras cabezas. El aire empezó a sentirse frio y por primera vez en toda la travesía debimos abrigarnos de en serio, con pulóveres y trajes de agua. Las ráfagas pasaban los treinta y cinco nudos y bajamos la mayor. Seguíamos con la trinqueta ( la mayor de proa ) y la trinquetilla. El barco avanzaba bien, pero a cada minuto y con cada nueva ráfaga, las escotas se tensaban un poco mas. El viento venia ahora del Noroeste y por suerte nos daba justo para seguir en rumbo paralelo a la costa. Hacia la mitad de la tarde las olas ya nos estaban dando duro y el viento seguía aumentando. Era difícil mirar a barlovento ya que en cada ola que pasábamos llegaba un salpicón que nos frenaba y bañaba la cubierta. Ambos estábamos húmedos a pesar de los trajes de agua. Las ráfagas comenzaron a pasar los cuarenta nudos y las olas a transformarse en verdaderos monstruos marinos que nos pasaban por debajo cada quince segundos. Decidimos entonces bajar la trinqueta para cuidar nuestro aparejo. En cada ola el mástil de proa se sacudía como una varilla sin estructura. Cuando bajamos la trinqueta la velocidad disminuyo, pero la navegación se hizo un poco mas tranquila. No pegábamos tan fuerte en cada ola. Entonces baje a cocinar una sopa para Eduardo y para mi. Nos vendría bien recalentar el estomago y sacar la cabeza por un minuto de la tormenta. Mientras disfrutábamos del calor en la panza, pude ver desde el camarote de popa como las gigantescas olas nos pasaban por debajo en los veinticinco grados de escora que llevábamos.

El timón de viento, estoico mantenía el rumbo en medio de ese caos de agua salada y espuma. Le agradecí al cielo por el timón de viento y ya que estaba en el ámbito mágico-religioso aproveche para hacer una única petición: que no se venga abajo el mástil o estaríamos en problemas. Dios mediante el palo seguía ahí cuando salí tras terminarme la sopa. El cielo cubierto hacia difícil adivinar la hora, pero sin duda notábamos que ya estaba por caer la tarde.

El carguero se oculta tras la gigantesca ola.

El carguero se oculta tras la gigantesca ola. 

A lo lejos vi un carguero enorme que batallaba la tormenta en dirección opuesta a la nuestra. Rápidamente lo tuvimos a nuestro través y allí recién me di cuenta de las dimensiones de esas olas que nos pasaban por abajo. Cada ola embestía al carguero por su banda de babor y lo movía con la misma facilidad con la que mi hijo mueve la lancha naranja que usa en su bañera. Las olas pasaban por arriba del carguero sin problemas y fue entonces que nos dimos cuenta de que los del servicio meteorológico se habían quedado cortos en el calculo de altura de las olas de tormenta. El viento seguía en aumento y de vuelta tuvimos la sensación de que el frente era mas fuerte de lo que habían pronosticado.

Allí en la espuma éramos dos navegantes argentinos que querían llegar a la Republica Dominicana sanos y salvos. Aun nos quedaban muchas millas y el avance se hacia difícil en ese rumbo que casi nos ponía de frente con el frente.

La luz fue cayendo y la oscuridad del agua hizo a la escena aun mas tenebrosa. Ya no veíamos la cresta que se iba ni tampoco los valles desde lo alto de la onda. Justo antes de que terminara de anochecer una ola monstruosa nos paro en seco. Nos rompió sobre la cubierta y todo se cubrió de agua y espuma durante unos segundos. El cockpit se inundo de agua y el susto duro hasta la siguiente ola. Cada tanto es habitual encontrar en una tormenta una ola desmesuradamente mayor que las demás. Algunos le dicen rogue wave, otros la ola del diablo, pero lo cierto es que cuando te golpea esa, se te van las ganas de navegar de una.

No teníamos dudas de que iba a ser una noche difícil, pero habría que pasarla, como habíamos pasado las noches del pampero guacho en el ’87 y la tormenta del sur rumbo a Mar del Plata en el ’92. En ambas habíamos estado Eduardo, mi padre, mi hermano y yo. Sin dudas esta tormenta era mucho mas intimidante y peligrosa que cualquiera de las anteriores por las que había pasado el barco. Ahora tocaba afrontar la noche con el mejor espíritu posible. Como era costumbre, tome la primera guardia, pero note de inmediato que era distinta a todas las demás. Me mantuve alerta en todo momento. Cada dos minutos me asomaba para verificar que no venga ningún carguero en nuestra derrota. Al rato miraba el radar, que por suerte aun funcionaba con las bajas baterías. Con la gran tormenta no nos habíamos siquiera acordado de la hora de la radio. La prioridad era avanzar con precaución hacia nuestro destino. La verdad es que estaba un poco asustado, porque negarlo. Si algo se rompiera teníamos la costa a sotavento y no teníamos motor para salvarnos. Estábamos cruzando por sobre la cuerda floja sin red, y para colmo el viento nos sacudía como si quisiera voltearnos. El recordar las tormentas que había pasado el barco me daba esperanzas, pero cuando sentía las rachas de viento mas fuertes que nunca antes, las esperanzas se transformaban en miedo por la vida propia. Ya no importaba llegar o el viaje a Miami o siquiera el estado del barco. La supervivencia era lo único que importaba en medio de la noche aulladora.

No se hasta que hora pude tolerar esa tortura, ya que cada minuto se hacia interminable. En algún momento en el que ya tiritaba de frio me decidí a despertar a Eduardo que probablemente hubiera dormido cuatro horas. Era mi turno de descansar.

Me saque la ropa empapada y me tape con la gruesa bolsa de dormir por primera vez desde la partida. Estaba temblando del frio. Lentamente la temperatura fue regresando al cuerpo. Me dio pena por Eduardo que estaría sufriendo adentro. Mientras me iba quedando dormido, los ruidos de las olas que seguían pasando sobre la cubierta me arrullaban . Solo quería irme al mundo de los sueños para imaginar que en alguna parte me aguardaba una comida caliente y un sol cálido.

DIA 87: Millas recorridas 81 – Velocidad promedio 3.4 nudos

Dia 65: La mancha en el radar

Hacia una semana que habíamos partido desde Fortaleza y salvo durante la primera tarde, no volvimos a ver otro vestigio de vida mas allá de la gaviota Catalina. Estando aun ella montada sobre la chubasquera, a mi hermano se le ocurrió encender el radar, como una rutina de control de las distancias, tal como lo habíamos hecho en madrugadas anteriores.  Pero en esta oportunidad pudo ver una mancha verde en la parte inferior derecha de la pantalla del Furuno. Los anillos de distancia indicaban que la mancha se encontraba como a quince millas detrás nuestro. De inmediato Iñaki salió para mirar hacia atrás pero no pudo ver nada. Quince millas son demasiado para nuestra vista  ( pero no para el Furuno ). En cierto modo el radar era como una ventana hacia el futuro. En su pantalla podíamos ver que buques veríamos mas tarde o en cuanto tiempo podríamos ver la costa.

Una media hora mas tarde el radar indicaba que la mancha estaba ya a doce millas y en el horizonte comenzaba a verse el resplandor del buque iluminando el océano en nuestra popa.

El instinto me despertó antes de que fuera la hora de mi guardia. Note que mi hermano había apagado todas las luces de navegación. Me explico que le había quedado en su memoria consciente el relato de la piratería de la zona. El radar nos indicaba que el barco estaba a solo seis millas y que por el tamaño de la mancha parecía ser un carguero de considerables dimensiones. Desde el cockpit ya podíamos divisar la luz de proa y de popa de un transatlántico de grandes dimensiones. Decidimos volver a encender las luces del tope para que si nos vieran. No eran piratas, sino productos en transito hacia el consumo. Para quedarnos aun mas tranquilos encendimos la radio VHF e intentamos contactar al buque. En un correcto ingles británico nos respondieron diciendo que nos tenían identificados en su radar y que continuáramos con nuestro rumbo que nuestras estelas jamás se cruzarían. Entonces le sugerí a Iñaki que fuera a dormirse y me quede en la grata compañía de Catalina que aun recobraba fuerzas sobre la chubasquera. Deje que amaneciera antes de despertar a Eduardo para que me relevara en la guardia. El barco había avanzando muchas millas durante la noche y era tiempo de descansar.

Cuando me levante ya Iñaki amasaba una pizza marinera creada a base de harina y levadura brasileña. La preparación, amasada y cocción nos entretuvo durante un par de horas y tras el almuerzo nos dedicamos a la lectura. Iñaki leía a Allende y yo a Cortázar.  Recuerdo que el Cortázar del mar era distinto, en cierto modo al Cortázar de mis lecturas en Vicente López. En cierto modo era como si el océano le diera un matiz y una gravedad especial a los intrincados relatos del autor.

Meditando en la proa

Meditando en la proa

Se hablo poco por radio dado que nuestros contactos de Argentina no se hicieron presentes. Escuchamos la ronda de los navegantes y nos llamo la atención Gaspar, un joven español que iba cruzando el Atlántico en solitario, rumbo a Barbados. Lo contactamos brevemente para desearle suerte y decirle que estaríamos en Barbados a su arribo en caso de que ambos barcos siguiéramos navegando de acuerdo a lo planeado. En alta mar todo es por ahora y los tiempos son ajenos a los tiempos de la civilización moderna. Por eso quedamos en vernos cuando llegase, y no en una determinada fecha o lugar. Nos despedimos de Gaspar y nos dedicamos a la cena. La bitácora de mi hermano no me dice que pero sospecho que fue sopa con los restos de la pizza del mediodía.

Decidí acostarme temprano dado que estaba agotado. A las diez Eduardo y yo lo dejamos a Iñaki con la primera guardia.

DIA 65: Millas Recorridas 165 – Velocidad Promedio 6.9 nudos